ALCOHOLISMO SIN ANGUSTIA

 

   Alcoholismo sin angustia: afección de bebedores despojados de las palabras. Las cosas del vino se parecen a las del amor. El vino y el amor, como diría Eluard, están en el mundo para olvidar el mundo, son modos de evasión. Aunque el vino, muchas veces, sirve para fugarse de un amor y el amor, otras, sirve para fugarse del vino y, ambos, pueden enseñar a hacer la experiencia de la angustia.

   Amor y vino comparten la embriaguez: desmesura, imprudencia, indiscreción, son constantes que excitan a bebedores y enamorados. A veces, la embriaguez lleva al embotamiento; en el amor, embotamiento significa sensibilidad confundida y miedo. El embotamiento de los sentidos del borracho es anestesia de la pasión. El aturdimiento sensible es un velo que se pone al dolor, la soledad de un cuerpo sin sustancia de felicidad. Con la exageración de bebida sucede lo mismo que con la obsesión posesiva: al final, la promesa del absoluto cae incumplida. El vino y el amor no interesan, sin embargo,tanto por sus cualidades para aliviar el dolor, sus virtudes para pacificar o disminuir intensidades que arrasan; importan como deseo de lo que no se tiene.

   A veces, beber es hacer la experiencia de la espera. Interludio existencial que busca una especie de paz que, por otra parte, se sabe que no llega o que llega en el instante final. Algo de la espera se expresa en cada brindis en el que se dice ¡Salud! La espera es vocación que brinda lo que se sabe no se puede poseer. Las copas se alzan y se chocan para desear lo que nadie tiene asegurado. Quizás el brindis sea eternidad declarada de los que se saben mortales. El vino, como portador de la espera, rivaliza con las religiones En una obra de O’Neill, que se llama Extraño interludio, los largos soliloquios de sus personajes recuerdan momentos en los que bebedores y amantes se dan a la palabra.

  Tal vez, tanto la experiencia del vino como la del amor, consistan en darse a la palabra. Pero darse a la palabra no es lo mismo que sentirse desinhibido. La inhibición tiene relación con prohibiciones, censuras o abstenciones calculadas, se desata como catarsis o confesión: la desinhibición es fuga de lo reprimido. Darse a la palabra es darse uno mismo lo inescuchable de la angustia. El bebedor busca testigos, no tanto de su dolor, sino de las palabras que puede donarse siendo él mismo una voz anónima de su existencia dolorida.

    Se dice que el vino ayuda a soltar la lengua, pero ello no siempre quiere decir hablar de más o permitirse decir algo indebido o descarado. Soltar no sólo es dejar salir lo que estaba apresado; soltar es también participar de un abandono, dejarse caer (desujetado) en el hablar. Soltar la lengua, entonces, como autodonación de una voz llena de tachaduras. Instante desprolijo en el que el bebedor se ofrece algo que no reconoce del todo: hospitalidad en su existencia angustiada.

  Los angustiados no son personas que beben mucho, sino existencias que prueban desatar sus lenguas y romper a martillazos membranas (de miedo o de odio) que cubren los sentidos. El vino como experiencia de la espera o como darse a la palabra no escuchada, se parece al amor no posesivo. El vino como experiencia del ahogo, embotamiento y ausencia de sí, se parece a la avaricia amorosa que sólo aspira a la propiedad del otro. La alianza entre el capitalismo y el vino se consuma con la difusión de un alcoholismo sin angustia: el pasaje automático a la cabeza aturdida sin el acontecimiento de la espera que llama a la palabra.-

Percia, Marcelo («Angustia como afección anticapitalista» en Inconformidad)

 


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